Vivirlo desde la intensidad


Siempre he dicho que esto del baloncesto me encanta hasta me enamora como cual mujer bella con la que hay que bailar. Es que me pasa eso, del baloncesto “me gusta hasta los andares”.
Y cierto es que aunque haya vivido este deporte como jugador, aunque malo (no es la primera vez que me lo leéis), como entrenador y no sé bueno o malo, pero sí reconocido, gracias a Basket Pasión y a este gran equipo que se ha formado, del que algunos dirán que fue culpa mía (mienten, la culpa es de todos), estoy viviendo una etapa deportiva simplemente alucinante. Llena de oportunidades y momentos mágicos: estar en cada uno de los partidos en una cabina de prensa oteando como oto, con plenitud todo lo que ocurre; yendo a Valladolid; estrechando la mano a Kostas Vasileiadis…
O escribiendo crónicas y previas, participando en radio, haciendo tertulias, entrevistando a entrenadores y jugadores y un largo etcétera… Esto enamora.
Y cuando pensaba que ya nada me podía sorprender de este mundo, llega el día de hoy y la sensación que tengo ahora en mi casa, antes de escribir ninguna crónica de las dos que debo, es la de un niño feliz.
Hoy viví un partido en un sitio donde podías ver volar hasta las gotas de sudor, e incluso alguna llegaba a rozarme. Al lado de gente, de esa buena gente, que en un partido comentan y hasta gritan de ilusión o de rabia, y te empequeñecen porque te das cuenta que no sabes de baloncesto. Que los que realmente saben son ellos.
Y miras allí al techo, a esas ánimas que revolotean cuando las luces se encienden, esos antiguos ya jubilados, o de los que miran desde mucho más arriba porque ya cogieron el último tren… A esos Méndez, Sky Walker, Rod Sellers, Manel Comas, Ángel Almeida o todos esos que harían interminable la lista pero que caben todos en el pabellón… y notas como la sonrisa se te marca en la cara sin poder evitarlo.
Y me percaté de mi felicidad.


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