Blume

Acabo de ver la película 42 segundos. Iba a decir que he disfrutado como un enano, pero en estos tiempos de ofendiditos y de cogérsela con papel de fumar, diré que he disfrutado como un  joio largo, ya que por nosotros nadie se ofende.

Me ha gustado mucho la película, no porque sea una gran producción con una gran banda sonora o porque tenga unos magníficos efectos especiales, me ha gustado porque habla del deporte y muestra al público lo que es la vida del deporte de élite, pero sobre todo, me ha traído a la memoria mi vida en la Residencia Blume, la de Barcelona, aquella mítica residencia para deportistas que fue una inagotable  fábrica de futuros medallistas.

Llegué allí con quince años, en el año 1986. Soy de los afortunados que vivió la Barcelona pre olímpica. Viví los cambios que la ciudad iba sufriendo para recibir al mundo y ser considerada la mejor olimpiada hasta entonces celebrada.                                                                                                                                                                                                             Al igual que yo, ese mismo año llegaron más deportistas con el objetivo puesto en la cercana olimpiada que se celebraría a unos kilómetros de nosotros. La olimpiada de Barcelona 92.

Allí llegaron, entre otros, dos chuletas madrileños practicantes de waterpolo, que venían a aportar su talento al Club Natació Catalunya, el Cata. Se llamaban Jesús Rollán y Pedro García, “Toto” para los amigos.

También entraron dos de las grandes deportistas españolas de todos los tiempos, una jugadora de vóley llamada Marta Gens y una timidísima niña oscense llamada Conchita Martínez. En este magnífico grupo también había dos  chicarrones de balonmano, para jugar en el Cacaolat Granollers, uno navarro llamado Mateo Garralda y el otro valenciano, Ricardo Marín. Allí  ya les esperaba  otro futuro grandísimo  jugador de balonmano, este del Barça, llamado Iñaki Urdangarín. Al año siguiente entraron mi hermano, Rafa Pascual de vóley, o Miki Oca, actual seleccionador del equipo nacional femenino y que tan bueno ratos nos está haciendo pasar.

Fue una bonita época de mi vida, de nuestras vidas. Una bonita época en la que  todos los chavales que estábamos allí compartíamos  un sueño común, llegar a la élite.

Recuerdo las clases particulares de Jesús enseñándome en la piscina como había que impulsarse sobre el agua y ocupar el mayor espacio posible en la portería ante el amago de disparo de un contrario. También recuerdo cuando, a la vuelta de la olimpiada de Seúl, me trajo una camiseta con la mascota coreana y un llavero que todavía conservo.

Recuerdo la eterna sonrisa de Conchita o algunas noches con Miki contando chistes o escuchando a Jiménez del Oso o una casete de sicofonías que regalaba una revista de misterio. También las cenas frías, con el comedor ya cerrado, con Ricardo y con Mateo, ya que, normalmente, éramos los últimos en llegar.

También me viene a la cabeza los conciertos de Lou Reed o de Camarón de la Isla, en los que por cinco mil pesetas, trabajé de “orden” junto con Luis Lizaso, lanzador de disco y hoy en día un grandísimo entrenador de la modalidad.

O aquel día en el que estábamos echando una pachanga mi hermano, Manel Bosch, entonces jugador del RCD Español de Herminio San Epifanio, Pepe Collins o el mítico Mike Philips, y Rafa Pascual y que acabó con un pequeño concurso de mates que ganó este último, y como más tarde se unió el saltador de longitud Antonio Corgos.

Las largas partidas de Risk después de la cena o el despertador sonando a la seis de la mañana para hacer pesas con Manolo Montesinos, preparador físico del Barça y de la selección española de pentatlón, y al que tanto le debo, antes de coger el autobús de las siete de la mañana para ir al colegio.

Recuerdo también como los fines de semana festivos la Blume se quedaba vacía. Bueno, vacía no, estábamos mi hermano y yo. Venir desde Barcelona hasta Mérida era toda una odisea. Treinta y siete años después sigue siéndolo.

Estos nombres formaban parte del círculo de gente en el que yo me movía, pero a todos estos fenómenos hay que sumarle los veleros Domingo Manrique, Pepote Ballester o Fernando León, al que llamaban las revistas del corazón para que confirmara su “relación” con la infanta Cristina, y a las que continuamente, con toda la paciencia del mundo, les contestaba desde el teléfono común que teníamos en el pasillo, que no había nada. La infanta Cristina muchas veces comía allí, entre nosotros, como una regatista más. Casualidades de la vida, años más tarde acabaría casándose con Iñaki.

Me viene a la memoria la primera vez que vi allí a tres  grandes deportistas ya consagrados. Sus nombres, Nino Buscató, mítico baloncestista, y los atletas José Manuel Abascal y Javier Moracho. O aquella vez que jugábamos contra el Joventut de Badalona y ante mi desconocimiento del sistema de metro, me equivoqué de salida y buscando el pabellón, no hacía más que ver a gente con chándal y con gruesas cadenas de oro. No eran baloncestistas. Era La Mina, el barrio del famoso delincuente conocido como el Vaquilla.

Me han preguntado muchas veces si me mereció la pena haber dedicado mi juventud al deporte.

La vida del deportista de élite es una vida en la que vas a sacrificar una parte importante de tu juventud, pero vivirás otra que muy pocos afortunados tendrán la oportunidad ni siquiera de soñar. El deporte no solo son los viajes, los partidos o los grandes campeonatos. Son las lesiones, las alegrías y también los bajones. Es vivir bajo una presión continua si quieres llegar a algo. Son los momentos que compartes en el autobús o en el vestuario, o los momentos que compartí en la Blume con unos, entonces, deportistas desconocidos, ambiciosos y con ganas de dejarle claro al desaliento que ellos eran especiales, que ellos llegarían a lo más alto.

Por todo esto, siempre contesto lo mismo, SI, lo repetiría todo, de principio a fin.

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