Esponjas en nuestros pabellones

Estoy seguro de que todos ustedes habrán escuchado la manida expresión “los niños son esponjas, absorben todo lo que ven y oyen”. Bueno, pues así es. Es una gran verdad que se ha convertido en una máxima a la hora de educar a nuestros hijos. El problema viene en que en multitud de ocasiones no predicamos con el ejemplo y tendemos a dejarnos llevar por nuestro fanatismo y por unos impulsos tan absurdamente primitivos que provocan una debacle de vergüenza y tristeza.
Hace unas semanas decidí escribir un artículo dedicado a todos esos padres y madres, (especialmente padres), que van al baloncesto con sus hijos y que durante el grueso del partido se dedican a proferir insultos a árbitros, equipo contrario, banquillo e incluso hacia sus propios jugadores cuando su actuación no es del agrado de estos individuos.
Por desgracia éste es un comportamiento que se lleva repitiendo en los cuatro años que lleva un servidor de socio de nuestro maravilloso equipo local de baloncesto, el ilustre y extraordinario Baloncesto Palencia, o Súper Agropal Palencia. Pero en realidad es un comportamiento que lleva sucediendo desde que el deporte es deporte, los equipos son equipos y las aficiones son aficiones. Se ha escrito mucho sobre ello, se habla a diario sobre este tema de la toxicidad en nuestros estadios y pabellones, y por esa razón no quiero repetirme demasiado.
En lo que quiero centrarme hoy
Es cuando esa actitud se ve reflejada en nuestros más jóvenes, en lo que en esencia es nuestro futuro. Padres jóvenes o de mediana edad observan con estupor cómo lo que está sucediendo en la pista no es lo que ellos esperaban. Insultan gravemente y con palabras muy desagradables al trío arbitral, al contrario que ha hecho una antideportiva o incluso, como decíamos antes, al jugador de su propio equipo que no está rindiendo como a ese ufano individuo se le antoja. El hombre, en su búsqueda por la verdad o quizá por el mero hecho de aliviar una dura semana de trabajo, sondea con los ojos miradas cómplices, miradas que estén de acuerdo con su comportamiento, lo premien e incluso lo expandan con más insultos y juramentos. En muchas ocasiones encuentra esos ojos enervados, que le asienten y le animan a seguir con su verborrea ridícula. Los insultos continúan sin tregua. El fulano aumenta la intensidad de sus comentarios, los cuales no voy a reproducir aquí porque, primero, se los pueden ustedes imaginar y segundo, están tan absolutamente fuera de lugar que provoca una absoluta vergüenza ajena compartir equipo con esta(s) persona.
Y aunque parezca mentira, lo peor de todo no es esa toxicidad, lo peor de todo viene a continuación. Comprendo que en el fragor del encuentro, uno se deje llevar por sus emociones, yo mismo me sorprendo a mí mismo en ocasiones vociferando consignas como: “¡pero pita algo hombre!” Sin embargo me esfuerzo por no salir de ahí, porque cruzar la línea del insulto, la falta de respeto barata y el ataque a madres, padres y familia no es beneficioso para nadie, y mucho menos para la persona que emite los insultos porque quiebra la paz y da paso a una espiral que puede ser muy difícil de controlar. Y cuando no se puede controlar, viene la repetición, y con la repetición, aumenta la intensidad. Y cuando todo esto sucede, es cuando viene lo peor. Lo que comentábamos con anterioridad. El niño o niña. Esa inocente criatura qué contempla (y absorbe) cómo su padre es incapaz de controlarse, cómo su padre insulta, jura, levanta las manos y emite una bilis por la boca digna de un odio tan absurdo cómo preocupante. El niño/a lo ve y contempla cómo ese comportamiento debe ser lo normal, puesto que observa que hay varias personas que, rojas como la sangre que recorre nuestras venas, profieren insultos incluso más graves que los de su padre, se levantan y se acuerdan de los parientes de los árbitros mientras la saliva se extiende por sus labios y las comisuras se tornan auténticos refugios de la injuria más ridícula y desagradable.
Porque no nos equivoquemos,
no sólo da pena. Si no que da vergüenza ver a estos individuos hacer el ridículo de esa manera, rebajarse a pedazos de carne envueltos en rabia. Y mientras tanto, nuestros niños absorben, absorben y acogen con su mirada y con sus recuerdos todo lo que ven. Nadie les dirá nunca que esa no es la esencia del deporte, nadie les hará saber que esa no es la manera. Nadie se sentará con ellos y les ofrecerá palabras de comprensión y razón, explicándoles que el deporte, en especial el baloncesto, es infinitamente más que gritos e insultos. Que si todos nos comportáramos igual, sería imposible viajar a Madrid o a Santiago de Compostela a ver a tu equipo favorito, porque el caos y la cólera lo impedirían. Nadie les dirá que los errores existen como parte intrínseca de nuestra propia esencia y nadie les dirá que aún más espectacular que ver ganar a tu equipo es el hecho de poder viajar a Zamora o a Sevilla y disfrutar de un buen partido con hermanamiento de aficiones, respeto, diversión y críticas constructivas.
La educación y los valores deberían estar por encima de todo, sobrepasar ideario político, nacionalidades y afinidades. Al fin y al cabo, la educación y el respeto han sido, y son, dos de los pilares fundamentales que nos han permitido triunfar como sociedad y civilización. Y en baloncesto, el deporte más magistral e intenso que existe, no vamos a permitir que cuatro mequetrefes empañen nuestros pabellones y aficiones.
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